Una tarde sin nombre, ella entró al bosque nevado.
No era un bosque cualquiera, solo aparecía cuando las palabras huyen.
Llevaba puestos unos zapatos viejos que ocupó once años de su vida.
Eran lindos, pero le apretaban en sitios que le incomodaban demasiado.
Caminó entre raíces retorcidas y hojas que caían al revés.
Todo parecía recordar algo que ella ya no quería traer consigo.
En el centro del bosque encontró una banca.
Estaba vacía, llevaba esperándola un par de años.
Se sentó. No lloró. Ya lo había hecho todo antes.
Sacó una cajita de su cartera. Dentro, había pequeñas cosas:
la última foto a medias,
un control roto de videojuegos,
un boleto a Chile,
una piedra negra que pesaba,
una pequeña hoja arrugada con el diagnóstico que no tuvo voz
y una miniatura de una casa, sin luces.
Cada objeto era un fragmento que dolió, que faltó y que finalmente decidió dejar ir.
Sin ceremonia, enterró la caja bajo la banca.
Usó solo las manos. No quiso que nada metálico tocara esa tierra.
Se quitó los zapatos con torpeza, como si le quemaran.
Y debajo de ellos, colocó un secreto que no pronunciaría más.
Solo dos almas lo saben.
Luego, sin mirar atrás, comenzó a andar descalza.
En el cielo flotaban letras sueltas:
“Cómo acaba, cómo acaba…”.
Ella sonrió. Fue su despedida.
Y se alejó.
En el séptimo junio.
El último.
O quizás no.
Porque a veces, todavía, sueña que alguien recoge los zapatos, los limpia, y se los pone.
Pero ya no son de ella.
