Al principio no supe qué era. Sentí un cambio sutil. Como si el aire entre nosotros hubiera cambiado de densidad. Todo seguía en su lugar, pero ya no se sentía igual. Ellos seguían hablándome, pero ya no les entendía nada. Me miraban como si quisieran memorizarme en vez de disfrutarme. Como si supieran que estaban por irse.
Tardé poco en notar que no era casual. No era cansancio, ni aburrimiento, ni desinterés. Era algo más profundo, más cobarde: era miedo. Me comenzaron a tratar con distancia amable. Como abriendo la puerta, pero sin invitarme a pasar.
Al principio me pregunté si había hecho algo mal. Revisé mensajes, repasé palabras. Fui tan suave como pude, tan sincera como supe. Me mostré sin esconder la fragilidad que yo también cargaba. Pensé que eso bastaría. Pero luego entendí. No se iban porque yo haya hecho algo. Se iban porque me estaban sintiendo cerca, porque estaban empezando a necesitar mi presencia. Y eso para algunos es suficiente motivo para salir corriendo.
Yo no sé actuar de otra manera. No me interesa medir lo que doy ni contener lo que siento. Cuando alguien me importa, le cuido. Le escucho. Le miro de verdad. Y ellos no fueron la excepción. A Dimenticare lo traté con paciencia, porque notaba cómo le costaba entregarse. Le hablaba con palabras suaves, no para convencerlo de quedarse, sino para que supiera que podía parlotear sin miedo. Nunca lo presioné. Le ofrecí espacio sin vacío. Calma sin indiferencia.
A Scordare lo miraba con ternura cuando tartamudeaba emociones que no sabía decir. Me hacía cargo de los silencios cuando él no podía sostenerlos. Y fingía ignorar esos ruiditos que hacía cuando se le quedaba atorado algo en el pecho, pero no se animaba a decirlo. Reí siempre que intentaba parecer desapegado o pesimista, porque se le notaba que en el fondo no era nada de lo que decía ser. No le reclamé nunca su huida intermitente. Solo le dejé claro que el cariño no era una trampa, ni un contrato, ni una deuda. Que había gente dispuesta a quererlo sin exigencias de ningún tipo.
Yo era así con ellos porque así soy. Porque no concibo otra manera de vincularme que no sea desde la presencia atenta, desde la autenticidad, desde esa dulzura que no espera aplausos, pero que a veces sin planearlo se vuelve hogar para quien no ha tenido uno. No lo hacía por estrategia, ni para que me quisieran. Lo hacía porque me nacía.
Y quizás eso fue lo que los asustó.
Dimenticare fue el primero en tomar distancia. Siempre parecía tranquilo, con esa forma suya de mantenerse neutro. No era frío, en realidad era eficiente. Tenía una mirada minuciosa que evitaba detenerse demasiado tiempo en lo inexacto. Conversaba elocuentemente, siempre con palabras rebuscadas que había aprendido con ahínco desde su soledad. Desde su racionalidad no dejaba rastro de emociones fuera de lugar. Me decía cosas lindas de vez en cuando, pero con “estructura correcta”. Como si se pudiera controlar lo que surge de improviso.
Scordare, en cambio, era todo lo contrario. Improvisaba detalles y me los daba impregnados de cariño. Decía cosas bonitas sabiendo que estaba cruzando una línea peligrosa. Y luego desaparecía. Después volvía, pero desaparecía otra vez. Y entonces me hablaba con frases genéricas, como si intentara convencerse de que yo era una más. Pero no lo era. Y eso lo desconcertaba. Su instinto era huir antes de que el cariño se volviera necesario.
Yo no le pedí a ninguno quedarse conmigo. Tampoco quise aferrarme. Aunque sí puedo admitir que me frustra un poco verlos rendirse antes de intentarlo de verdad. Ver cómo convierten lo que sienten en una amenaza. Cómo huyen de los vínculos como si fueran una enfermedad incurable. Como si querer fuera un accidente que hay que disimular.
Sé que intentan deshacerse de mí sin romperme. Que no saben cómo quedarse sin terminar atrapados. Que se están alejando no porque yo no valga la pena, sino porque saben que si me quieren del todo, ya no habría vuelta atrás. Y eso para ellos es insoportable.
Porque Dimenticare no soporta la idea de conservar algo que no puede dominar. Porque para él, todo lo que no se controla debe desecharse. Y confiar, para su mente ansiosa, es una anomalía. Algo que no debe propagarse. Y Scordare... él no tolera que algo se le quede en el pecho sin poder nombrarlo. Le teme a lo que se queda. A lo que no se puede reemplazar. A lo que incluso cuando ya no está sigue pesando.
No me lo dijeron nunca, pero lo sé. Me estaban queriendo. Y justo por eso empezaron a irse. A veces pienso que aún me sueñan. Que me piensan cuando escuchan ciertas canciones o cuando alguien más dice algo que yo solía decir. Pero no sé si se lo permiten. Tal vez Dimenticare ya enterró todo bajo nuevas rutinas. Tal vez Scordare lo disolvió entre cartas sin remitente. Ambos olvidando a su manera.
No sé si me recuerdan. No sé si todavía se emocionan cuando piensan en mí. Solo sé que de vez en cuando se me viene ese ruido. No de tristeza. No de rabia. Sino de certeza. La certeza de que me quisieron de verdad. Que no supieron cómo quedarse sin rendirse. Y que tal vez aún hay rincones donde mi nombre no se pronuncia, pero no ha dejado de habitar ese lugar.
