Hay momentos en los que me detengo sin querer, y mi mirada se queda suspendida, fija en ningún lugar. No es que esté pensando en algo concreto. Es más bien como si mi mente estuviera flotando, quieta, respirando sin tener que entender nada. Y ahí, sin aviso ni intención, apareces.
No como un pensamiento que pesa, ni como una imagen que reclama sentido. Simplemente estás. Y entonces todo se aquieta. No hay preguntas, no hay ansiedad. Solo esa sensación de que el mundo no necesita explicación.
No sabría decir qué lugar ocupas en mi vida, ni me urge definirlo, pero tampoco eres solo alguien más. Eres... presencia. Constante, estruendosamente silenciosa, como el sonido de las hojas secas que cayeron al suelo y el viento sigue empujándolas.
No necesito hablarte para que estés. A veces basta con recordarte para que el ruido cese y vuelva a encontrar mi centro. Contemplar en mi mente una tranquilidad, hasta hace poco desconocida, como quien mira el mar sin esperar que el mar le responda.
A veces me pregunto si las cosas están destinadas a quedarse como son, o si, en su silencio, ya están diciendo algo más. Pero no lo fuerzo. Me basta con saber que estás y que llenas un espacio que no sabía que estaba vacío.
Y eso, honestamente, es suficiente.
