La conoció un jueves. No de esos de atardeceres románticos o destino calculado. Era un jueves cualquiera. Ella llevaba una bufanda roja y las manos frías. Él pensó que se parecía a alguien que uno cree haber conocido en otra vida.

Hablaron poco ese primer día. Las palabras eran tímidas, pero los silencios se inclinaban el uno hacia el otro, como la naturaleza sobre el pavimento que busca al sol. Ella tenía una forma curiosa de mirarlo, como si estuviera viendo una película y adivinando el final. Una mirada analítica y perspicaz, que indagaba y conectaba con sus secretos. La primera capa: cautela con carisma magnético.

Volvieron a verse. Un café. Una caminata. Un silencio compartido que no pesaba. Y entonces, ella empezó a abrirse. Le habló de sus aficiones y de cómo aprendió a leer el mundo entre líneas. De una canción que solo escucha cuando está a punto de llorar. Cada palabra suya era una grieta en la madera, la muñeca brillante del interior cediendo, revelando otra más pequeña, más íntima. Fue otra capa: la margarita personal que se deshoja pétalo a pétalo al contar historias.

Una tarde, mientras ella hablaba, el sol le iluminó la cara y él pensó que ojalá la pudiera guardar así, ese instante, en una cápsula de tiempo que no la dejara huir, porque él ya lo presentía. Sabía que estaba abriendo puertas hacia habitaciones prohibidas, de las cuales uno siempre termina siendo retirado en contra de su voluntad.

La capa siguiente vino sin aviso en una noche con lluvia. Ella lo dejó entrar a su casa. No como se deja entrar a un visitante, sino como se invita a una parte de sí misma. Le mostró su biblioteca con libros subrayados, las figuritas de Spiderman sobre la repisa, el recuerdo de su abuelita paterna y el estrés postraumático. Se sentaron en el suelo, y con un par de cervezas vacías surgieron verdades recién nacidas:
—No me gusta que me esperen —dijo ella de repente.
—¿Por qué?
—Porque siempre acabo yéndome.

Él no respondió. No quiso romper el hilo invisible que la mantenía hablando. Ella continuó:
—Pienso que el amor es descubrir al otro. Pero me da miedo que alguien me descubra a mí. Porque una vez que sabes quién soy… no puedo volver a esconderme.

Y entonces, él la miró. Como se mira una herida que no pide cura, sino compañía. "No tienes que esconderte", susurró. Ella sonrió. Una sonrisa triste, como de despedida prematura.

Días después, fue él quien la encontró ausente. No de cuerpo, sino de alma. Estaba, pero no. Contestaba, pero con monosílabos. Le sonreía, pero con los dientes, no con los ojos. La muñeca de madera del fondo ya se había cerrado sobre sí misma. Y luego, simplemente, no volvió. No hubo cierre. Solo la ausencia como explicación. Él la buscó un tiempo hasta que entendió: ella era una muñeca que, al verse completamente desnuda, eligió volver a su caja.

Años después, él recibió una carta:
"A veces pienso que fui cobarde. Pero también pienso que algunas muñecas no están hechas para ser abiertas del todo. Gracias por haber llegado tan lejos. Gracias por no haber forzado la última capa. Aún estoy aprendiendo. Te dejo esta carta como testigo de que una vez fui tuya, aunque solo por un instante."

Él no respondió. Guardó la carta como la última pieza de la matrioshka.



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