El crujir de mi pecho se escuchó en cámara lenta cuando visualicé tu sonrisa delante de mí. Esta vez no había un diálogo entre nosotros, más bien una distancia marcada con dolo, como venganza por lo ocurrido al principio de la primavera.

Había previsto esta situación en los siete escenarios que imaginé alrededor de ti, de mí y de lo nuestro. Sinceramente había anticipado lo que ocurriría cuando este día por fin llegara. Pero incluso así fui incapaz de soportar el dolor.

Disimulé una sonrisa amistosa y traté de empañar en mi mente el recuerdo de tu cara de deseo y agitación en el pasado. De olvidar lo que juntos hicimos alguna vez, a escondidas del mundo entero. Y sin quererlo me convertí en tu cómplice en mi propio asesinato.

Te vi y me viste. Y en unos veinte segundos la vida se detuvo, después de las 4883 horas en las que tus ojos chiquitos de pestañas coquetas habían dejado de encontrarse con los míos. Y esos veinte segundos me duraron un suplicio entero.

No sé cómo me voy a recuperar de algo que pensé que no me iba a doblegar. Pero definitivamente aún quedan los rastros de tu pintura cósmica en mi cuerpo y en mi corazón. Voy a guardarme tus chistes inocentes y tu sonrisa foránea en el alma, y te agradezco en el fondo de mi corazón que me hayas recordado que sigo viva y sintiendo con intensidad. Gracias por los saltos cuánticos a la eternidad.


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