Hay una extraña quietud en la casa, tranquilidad abrumadora para este estado.

“Dejame irme con vos hasta el infinito. Por favor, dejame. Yo me quiero ir con vos. Perdoname.”- exhalaba con la fiebre.

Navegaba por mareas turbulentas, la luna volcaba todo su encanto sobre la inmensidad del dolor. Se debatía entre la vida y la muerte, cruzando los dedos para que todo fuese un sueño. Había un palpitar extraño que la incomodaba y el sudor que caía por su frente le empañaba la visión.

Recordaba con interferencias algunas acciones pasadas, deseó con todas sus fuerzas volver al presente y enfocarse. Habían pasado ya 20 minutos y se sentía acabada. Veía una y otra vez ese color rojo y no sabía si la culpa le ganaría por fin la batalla.

Se sentía miserable, despreciable. Había una inseguridad que la envolvía, no importaba cuántas veces la gente le dijo lo maravillosa y hermosa que se veía, en todos esos meses ella sentía que no quería nada de la vida.

Le dolía vivir, le dolía respirar, le dolía esa sensación de muerte. Ella ya no necesitaba desahogarse ni convencerse a sí misma de que todo estaría bien. Necesitaba creer de una vez por todas que había una forma de recuperarse de aquel golpe, un antídoto a tanta podredumbre.

“¡¿Qué hiciste?! ¡Dios te va a castigar! ¡Sos mala! ¡Sos una asesina!”... Sangraba. Brotaba remordimiento a borbotones.

“¡Pero yo no quería nada de esto!”, sollozaba.

Poco a poco sentía que se desgarraba otra vez, pero ya nadie la sujetaba como la vez anterior.

Le daba asco recordar. La oscuridad, la brusquedad, el sabor a tierra de la mano que le tapaba la boca. Entonces se enojaba otra vez, se golpeaba con fuerza y se volvía a herir más.

“¿Habrá sido suficiente?”, pensaba.

“Ya nada importa”, suspiró… “Somos libres del dolor”.

Se quedó inmóvil, el charco oscuro creció. Seguía sintiéndose tan enojada como culpable, pero al final de todo, era la única acción que ella consideró como justicia. 

Tristemente.


Leave a Reply