Victoria estaba harta de todo lo que había vivido, estaba harta de todo lo que seguía descubriendo con el pasar de los días. Sus ojos almendrados dejaron correr las lágrimas por sus mejillas, esas mejillas morenas que alguna vez se empaparon de los besos de Samuel. Todo rondaba alrededor de ese nombre, sus mejores y peores momentos tenían ese título: Samuel.

Cada noche antes de acostarse, Vicky apreciaba por horas esa fotografía de diciembre, cuando todo empezó. En la foto, ella tenía un vestido púrpura que le había pedido prestado a su mejor amiga, y él vestía esa camisa polo de rayas blancas con rojo que tanto le gustaba. La foto la había tomado el mesero del restaurante, ellos se miraban fijamente mientras sus corazones latían como queriendo huir del amor. Así quedó la foto, así seguía en sus recuerdos.

La noche transcurrió y dio paso al nuevo día. Eran la 01:05 a.m. y ella estaba sonriendo sin razón. Solo sonreía mucho, cruzando la frontera del demasiado. Estaba probando la sonrisa como un método de ejercicio, queriendo descubrir si tanto sonreír le ayudaba a cansar a la parte gris que llevaba dentro. Sentía algo en el pecho, la estaba golpeando. Llevaba días esperando que la sensación se desvaneciera, pero entre más corría el tiempo más se le hacía un nudo en la garganta.

Seguía escribiendo en su computadora y entre más callada se mantenía, más gritaba algo por dentro. Sentía mariposas en el estómago y torbellinos en el pecho, pero eran malos, la mareaban y la hacían sentir en caos. Sentía cierto líquido rodeando el interior de sus ojos, buscando algún agujero que le permitiera escapar hacia el exterior. Y ella no quería que ese líquido escapase, no estaba preparada para contenerse.

Empezó a desvanecerse entre recuerdos, la música le ayudaba. De repente no pudo entender qué pasaba, trató de concentrarse y escribió otro poco. El golpe de las yemas de sus dedos sobre las teclas de su laptop la hacía sentir en conflicto, el sonido se mezclaba como si fueran voces que repetían lo que estaba escribiendo. ¡NO! ¡No quería que se oyera lo que escribía! Solo quería que se leyera mentalmente porque no quería ser juzgada de nuevo. Estaba describiendo una confesión…



… ¿van a leer la confesión sin juzgar?

* * *

Supe alguna vez que esto podía pasar, pero no lo quise aceptar. Me era mucho más fácil creer en un mundo bonito, creer que nada de lo que me decía la gente era verdad. No fue fácil sin duda. Tuve que obligarme a creerlo, tuve que enseñarme que la mentira era el mejor escape y que nunca estaría lista para enfrentar la verdad. No es que sea una cobarde, es solo que no quería contradecir mis decisiones pasadas. Perdonar era más fácil que aceptar que me equivoqué.

Todo empezó a ser más evidente hace unos meses, cuando ciertos “rituales” dejaron de pasar. Todos los jueves tenía la costumbre de pasar el día libre de Samuel en su casa; cocinando, jugando, viendo películas, entre otras cosas. Esos detallitos que tienen las parejas cuando debido al trabajo solo pueden verse un día a la semana. Era el día “VickySam”, como graciosamente lo llamaban nuestros amigos. De verdad, eran los días más hermosos de mis semanas.

Digo “eran” porque Sam comenzó a hacer “horas extras” esos jueves. Las doce horas que usualmente pasábamos juntos se convirtieron en escasos 40 minutos por la noche: “te tengo que ver, mi amor. Haré todo lo posible por llegar a tu casa en la noche cuando salga del trabajo”. Y yo lo esperaba con cena todos esos jueves, ansiosa de contarle muchas cosas porque en la semana ya no hablábamos como antes.

Sin embargo, ni el hablar poco ni el vernos escasamente me generó algún tipo de desconfianza. Asumí que era una de esas pruebas que toda pareja debe pasar para estar mejor. Tiempos difíciles que buscan hacernos más fuertes. Tiempos difíciles que pretenden enseñarnos que “el amor todo lo puede”.

Un día, Samuel dejó su celular cuando yo lo esperaba en el carro. Nunca tuve la mala costumbre de espiar en sus cosas, pero ese día me movió una vorágine inesperada. Si el hilo de la historia ha sido el adecuado, ustedes que leen sabrán qué tipo de cosas encontré en ese aparato. No valdrá la pena describir nada, queda más que claro. Más que los hechos, me interesa relatar todo lo que pasó en mí.

Recuerdo que la primera cosa que pensé fue: “¿Le digo lo que vi?”. En ese momento te tiemblan las manos, entre rabia y dolor. Sientes que puedes gritar, patalear y maldecir, pero al mismo tiempo sabes que nada de eso disminuirá la sensación. Y te da miedo. Te da miedo perder todo lo que construiste por años, te da miedo quedarte sin nada de lo bonito que cultivaste, te da miedo enfrentar la basura y ahogarte en ella. Temes y temes más. Porque es más fácil engañarse que encarar a la verdad.

“Hagamos que esto no suceda”, me decía quedito a mí misma. “Deja que lo malo se vaya. Ya acabará”. Y así pasaron semanas. Semanas donde sentía la intranquilidad de haberme abandonado a mí misma y donde los rumores empezaron a gritar cerca de mis oídos. La lástima de los demás comenzó a ser más obvia que mi estupidez. Había pasado meses navegando y mi barco ya se empezaba a hundir.

Siempre fui fuerte para todo. Nunca fui afectuosa o fácil de enamorar, pero con Samuel todo fue distinto. Se encargó de hacerme débil poco a poco, entre dulzura y novedad. Recuerdo que mi hermana estaba enamorada de él, pero fui yo la que lo conquistó sin querer. Fui su reto y su premio. Y ahora entiendo cuándo acabó todo entre nosotros: cuando dejé de ser un desafío para él.

Entonces, comencé a ser de nuevo un desafío. Le expuse todo lo que sabía, mi decisión de abandonar nuestra relación, de buscar algo mejor para mi vida. Fui convincente, claro que sí, lo merecía. La razón era mía, nadie podía bajarme de esa idea. Y justo como decía mi mejor amiga, “lo perdido se hace notar por sí solo”. Samuel cambió de la noche a la mañana. Empezaron a surgir momentos de felicidad, momentos en lo que todo valía la pena. Esos momentos que te amarran y te hacen contener el dolor. Son momentos en los que piensas “puede que tenga otra, pero sigue aquí. Me prefiere a mí después de todo”. Y retrocedí. Volví a dejarme plantada a mí misma y me fui con él.

¿Y ustedes qué piensan de eso? ¿Creen que de verdad los momentos de felicidad opacan el dolor? ¿Piensan que las mujeres engañadas en realidad creemos eso? Tristemente no. No lo creemos. Es solo que nos volvemos seres conformes. Como cuando ustedes trabajan en un puesto que los hace infelices, pero que les brinda un sueldo. Es la necesidad la que te mueve. La necesidad de algo “seguro”. La necesidad de sentir que no has fracasado, que podés ser feliz como los demás. La necesidad de no estar solo.

Y así como dicen por ahí, “lo que sube tiene que bajar”. Llega un punto en el que ya no estás bien con vos misma. Uno se cansa de fingir estabilidad, aunque en algún momento de verdad la haya. Ya no confiás en la otra persona, en nada. El conformismo te empieza a dar asco porque ves a tu alrededor que es posible obtener algo mejor. Dejás de cerrarte y te centrás en avanzar. Donde sea y como sea, el punto es salir del hoyo que vos solita cavaste.

Me armé de valor un día, después de largas pláticas con mis mejores amistades. Todos me indicaban lo mismo “debes dejarlo atrás, no te mereces una vida así”. Lo más difícil fue luchar contra mis propias ideas pues no quería aceptar que me había equivocado al seguir con alguien que me hizo las mismas artimañas más de una vez. Pero al final lo hice, dejé a Samuel atrás. Dejé atrás la peor decisión de mi vida, dejé atrás al ser que me hizo olvidarme de mi valor como persona. El que me hizo nadar contra corrientes que me ahogaban, el que me había hecho olvidar que el mundo es más grande que un pequeño corazón.

* * *

Victoria había escrito todo lo que quería decir. Se sentía contenta de haber plasmado con palabras todo el sube y baja que obtuvo con aquella experiencia. Ahora ya no se sentía mal, había hecho lo que necesitaba. No lamentaba nada de lo vivido, todo la había hecho crecer y la hizo entender a la vida mucho más. Se levantó y se dirigió a la pequeña cuna que tenía enfrente. Arropó con suavidad y ternura a su pequeño angelito, lo más valioso que le dejó Samuel.

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