Me alejé de ti aquella tarde de nubes tristes, esperando que el aire frío te empujara mi beso de despedida. Ya no tenía fuerzas para besarte más. Cobardía barata, huida desesperada, lo sé. ¿Qué más podía hacer ante ti, ante lo que quedaba de ti?

Esperé el transporte público con una prisa jamás sentida, estaba en medio de una noche callada y dolorosa. Y sí, querida, ahora oscuridad es el sinónimo perfecto para tus ojos negros que traen luto de amor. Esas lindas ventanas oscuras empañadas por el llanto de nuestro adiós, ese adiós más tuyo que nuestro.

Y de repente, te vi en mi imaginación. Te acompañaba el silencio y mi miedo escapaba. Había dispuesto antes de todo, que al faltarme tú sería la soledad quien acompañara mis noches. En realidad es lo que más deseaba, pero sé que la soledad ahora sería tu amiga para torturarme, que tomó partido por ti. Explícame entonces ¿qué hago yo sin ella y sin ti?

Entré a mi cuarto invadido de nervios, deseando con toda mi alma que ningún soplo del viento me recordara tu tacto sobre mi piel; la sutileza con la que solías acariciar mi rostro mientras sonreías dulcemente para mí. Ay, vida mía, ¿por qué esas caricias no crecieron eternamente? ¿Por qué dejaste de sonreír para mí? ¿Qué hice yo para que le sonrieras a alguien más?

Por la mañana te vi tomada de la mano de un tipo. Vi tu gesto de mordisquearte el labio inferior cuando estás nerviosa, cuando por fin estás frente a alguien que provoca mil sensaciones dentro de ti con sólo sonreírte. Te veías tan hermosa, tan tierna. Por un momento debo admitir que me perdí observándote. Pero luego escuché lo que parecía ser un chasquido, una parte dentro de mi mente que me hizo reaccionar cuando estaba divagando ante algo importante. Tú eras mía, tú eras mi prometida, ¿por qué razón habrías de sonreír así con alguien más? ¿Por qué habría otro sujeto que te tocara la piel y acariciara tu cabello con el mismo sutil coqueteo con el que yo lo hacía al comienzo de nuestra relación?

Casi como respondiendo a mis preguntas internas me mandaste un mensaje de texto citándome a las 4:30 pm en el café a dos cuadras de tu casa. No supe cómo decirte en ese momento lo que mis ojos estaban viendo, así que resolví en contestarte con un seco “Ok, te veo allá”.

Llegué al café a las 4:28pm, sabiendo que tu llegada probablemente sería 15 minutos después de lo acordado. Ese era tu sello, además la impuntualidad era más probable dado el hecho de que quizá estuviste ocupada desde la mañana, con tu acompañante secreto. Odio a mi imaginación, creó tantas películas sexuales entre tú y ese extraño que sencillamente comencé a desear que el café en el que me encontraba se convirtiera de repente en un bar, para ahogarme en licor.

Llegaste a las 4:48pm. Lo sé porque instintivamente verifiqué mi reloj cuando vi tu cabello ondulado aproximarse hacia mí. Hace tiempo que no te hacías ese peinado, que no te maquillabas y que no te vestías tan bonita. ¿Cuándo dejó de pasar todo eso? ¿Por qué lo noto precisamente hasta ahora?

Me miraste con esos ojos serenos que te caracterizaban cuando hablas de un tema serio, te recogiste el cabello y sacaste un cigarrillo mientras decías que lo que ibas a comunicarme te resultaba difícil de expresar. Tomé tu mano y justo antes de que encendieras tu impulso y tu cigarrillo, te pregunté si podíamos hablar de ese tema en un lugar más privado. Me miraste fijamente y como quien fuera a darle su último deseo a un condenado a muerte, hiciste un gesto de afirmación con la cabeza y nos dirigimos hacia tu casa que se encontraba a dos cuadras del local en donde estábamos. El camino sólo sirvió para prolongar la agonía pues no cruzamos palabra alguna.

Estando en tu casa, en un instinto de loco frenesí conseguí hacerte el amor de una forma que nunca lo había hecho. Lento y salvaje, pero con esos toques de dulzura que aceleraban tu respiración y me envolvían en esa vorágine de pasión. Por un momento pensé que había logrado armonizar nuestra relación, pero no, amor mío, lo nuestro era ya caso perdido.

Después de todo, te levantaste de la cama y te encerraste en el baño. Te oí sollozar desde afuera. Esas lágrimas encendieron mi ira. No llorabas por mí, era claro, llorabas por él. Si hubiese sido por mí lo hubieses hecho en la cama a mi lado, mientras me pedías perdón por tu error. Y pasó lo inevitable, querida. Tomé ese cuchillo de la cocina y regresé a la cama para aguardarte. Llegaste y no pude parar, me abalancé sobre ti y enterré el cuchillo sobre tu pecho. No recuerdo cuantas veces lo hice porque cerré los ojos y me transformé en odio, algo que no era yo, algo que me dominaba y de lo cual no era consciente.

Y ahora mírame acá dentro de mi habitación, mírame escribiéndote esta carta que jamás recibirás, pero que sin duda sé que leerás. No me arrepiento de lo que hice, me arrepiento de no haber muerto contigo en tu habitación. Lamento no haber notado el descenso de nuestra relación hasta hoy, el haberte descuidado y valorar tus detalles hasta ahora que te vi con otro. Te dije que te amaría eternamente, te dije que siempre serías mía. Porque no hay nadie que te ame más que yo. “Hasta que la muerte nos separe”. Ni siquiera nos habíamos casado y ya te cumpli esa promesa.

Leave a Reply